Apostillas a Piscinas verticales (o la bruma un hábitat sustentable)

(Tierra Adentro, 2017), de Gabriela Torres Olivares

 

El título Piscinas verticales (o la bruma un hábitat sustentable), semeja el de una instalación de arte contemporáneo, e insinúa un ejercicio narrativo de curaduría con intenciones de hibridez multidisciplinaria, como aquella perfeccionada, diríamos, en el Siglo XIX bajo la denominación art-literature por los artífices Ruskin, Browing, Wilde y el envenenador Griffiths Wainewright. Con lo que Torres Olivares participa, que no del todo, de la tendencia que Shaj Matthew encomió en el artículo «Welcome to Literature’s Duchamp Moment. How Conceptual Art Took Over Avant–Garde Literature», luego de su lectura de Reality Hunger. A Manifesto, de David Shields, y de las versiones vertidas al inglés de las vilamatianas Historia abreviada de la literatura portátil y Kassel no invita a la lógica.

Quizá Piscinas verticales aspire a concretar ciertas premisas del arte conceptual y pueda situársela dentro de la nómina de las que Matthew llama «readymade novels», aunque presume de ciertas virtudes y tradicionalismos (en la más positiva de las acepciones del término) que hacen recelar de tal conjetura, pues Torres Olivares no desdeña por completo el entramado lineal del hilo narrativo ni rehúye la sucesión de acciones y capítulos; innova, pero no al grado de arriesgar la solidez de su andamiaje literario a la prescindencia de una relectura.

Para Shields, las nociones narration, plot, story no hacen ya, literalmente, sentido. Piscinas verticales demuestra la equivocación de tal aserto, si bien coincide al mismo tiempo con otro de los alardes del propio Shields: «A novel, for most readers –and critics– is primarily a “story” […] But a work of art, like the world, is a living form. It’s in its form that its reality resides». Afirmación ésta que contrapone dos concepciones dispares y presumiblemente antagónicas de la novela, y que la prosa de Torres Olivares, materializándolas ambas, concilia con eficacia, confrontando con rigor, arrojo y paciencia los retos de la escritura, exonerándola —pero sin desperdiciarlo como estimulante pretexto inventivo— del repentismo vanguardista.

Piscinas verticales asume una tarea insondable: reconstruir la nada. Para recuperar lo no sido, su autora efectúa un «ejercicio de la ventana», que incita la clarividencia de «imaginar lo que no vemos». Contrario al cuento notable de Laia Jufresa, «El esquinista», que se homologa con el subjetivismo de las ampliaciones de Torres Olivares, ésta formula un dispositivo de contemplación verbal que no superpone criaturas o patrones descomunales a partir de vértices urbanos que ya existen, sino que boceta diseños en los lienzos vacíos del firmamento, en los anexos en blanco de un inmueble. La sintaxis no es ajena, por cierto, a estas ilusorias restauraciones: «formas en que la mercadotecnia impacta en los escenarios, en la decadencia en que ahora el neón».

A saber, el «ejercicio de la ventana» entronca también en los puntos y seguido de oraciones inconclusas, a un ápice de predicados ilegibles que reproducen a escala gramatical aquellos «fantasmas de ideas y recuerdos» que anidan en los márgenes de lo incorpóreo que se nos manifiestan en los extremos, en los bordes, y que fustigan el oleaje de una memoria nuestra, evasiva, que desconocemos, a punto de precipitarse.

No son escasos los tratamientos poéticos de la frase: «Llega hasta el mar y al mar entra para también dividirlo». Fragmento éste que, como muchos otros, al visibilizar la frontera entre los consabidos países no abusa del oportunismo político aunque sí adquiere una cierta consistencia contestataria conforme se narra el esplendor decadente de Santa Ana, trasunto de Ciudad Juárez en el que los moribundos y los curanderos regatean la sanación y el desahucio, y en el que toda superficie, cutánea o asfáltica, señala rutas posibles, mensajes fractales, texturas, colores, recuerdos que circunscriben las palabras.

La obra de arte como forma viviente, pregona Shields. En Piscinas verticales absolutamente todo se anega en existencia y todo evoca con similar plenitud la inminencia de la muerte, incluida la cámara de la directora del documental a través de la que se aprehende la mirada inquisitiva, provocadora de Kathy Acker, núcleo de la novela que se anuncia en el epígrafe y al cual, con devoción dantesca, Torres Olivares aproxima, conmocionada, su voz, con las precauciones y el respeto del discípulo. Más que una genealogía bibliográfica de Kathy Acker, se nos brinda una periférica, espacial, de valor incontestable: inferir su sensibilidad explorando los lugares por los que transitara en el ocaso de sus duelos contra el cáncer.

La cámara de la protagonista de la historia, entonces, como un vívido tablero de adivinación visual, como un amuleto y un arma, un escudo detrás del que nos internamos en locaciones imprevisibles en las que se habrían impreso remanentes de la esencia de Kathy Acker, de quien Torres Olivares lee, a la manera de un «ejercicio de la ventana» cinematográfico, su desgarrador The Gift of Disease, encuadrando a Kathy Acker en las inmediaciones que la contuvieron y por las que suplicó, desdibujándose, por una repuesta de sobrevivencia, con Santa Ana/Tijuana como la visión alucinante permeando la lucha de su cuerpo en declive, con el que recorrería, ya sin ser capaz de replicar su viveza marginal, territorios lúgubres y promisorios.

Orgánica recolección de detritos dispersos y autónomos, Piscinas verticales deconstruye moldeando, y esboza la ulterior posproducción del material que como espectadores, en borrador, atisbamos. Otra vez, el «ejercicio de la ventana» facilita que se vislumbren imágenes inconcretas, aún por suceder en un largometraje aunque ya reales en el trabajo de campo que las vaticina.

Una más entre las tantas virtudes con las que Torres Olivares homenajea la partida de Kathy Acker es que adapta con solvencia recursos inherentes a la crónica, indagando sobre la práctica gubernamental de la «repatriación de los muertos», que se detalla en la meticulosa recreación del retorno, patético y conmovedor, del cadáver de Kathy Acker, «importado» a Estados Unidos desde Santa Ana/Tijuana en un desplazamiento de migración invertida que la documentalista exhuma con esmero periodístico, resignificando el peregrinaje de una escritora mítica.

 

 

 

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